(Este texto fue presentado como ponencia a la “IV edición
de la Cumbre de Mujeres Juristas” organizada por el Colegio de Abogados de Madrid,
el 21 de octubre de 2016).
Cuando
hablamos sobre derechos humanos, en muchas ocasiones, es difícil encontrar
discursos intercambiables y realmente universales. Las situaciones, los
contextos, los escenarios son tan distintos en cada región del mundo que lo que
para unos es fundamental (derecho al agua, por ejemplo) para otros no es tema.
Lo que llamamos “niveles de desarrollo”, utilizando un eufemismo que no debería
impedirnos saber que en realidad hablamos de “niveles de pobreza” (en términos económicos, culturales,
educativos, políticos…)
determina la importancia que se da a los derechos, su situación en el discurso
político y mediático, el nivel de expectativas de la ciudadanía en relación con
los mismos.
Pero
existe un matiz diferencial cuando hablamos de “derechos humanos de las mujeres”.
También aquí los contextos son
distintos, lo son los escenarios, las situaciones, los niveles de desarrollo
humano. Pero en cambio aquí si es posible encontrar discursos en que todas nos
encontramos. Discursos construidos en torno a la vulneración de nuestros
derechos básicos. Una vulneración que
se extiende como un continuo subyacente por todas partes, en todos los
contextos, en todos los escenarios, en todas las situaciones, en todos los
lugares cualquiera que sea el índice de desarrollo humano. Cambiará
la intensidad de la vulneración,
cambiarán las cifras de quienes son víctimas de la
vulneración….pero la agresión es la misma. La identificamos, la podemos
percibir como propia.
-
Es
la vulneración del derecho a la vida, a la integridad física y moral. El
feminicidio es un atentado contra este derecho, como lo son las agresiones
físicas a las mujeres que se producen y justifican por el mero hecho de que se
dirigen contra quien, “por naturaleza”, es un ser subordinado a quien infringe
la agresión. Ningún Estado del mundo, ni uno solo, ha logrado erradicar esta
lacra, ha logrado garantizar a las mujeres que no serán asesinadas, ni
agredidas, por el hecho de ser mujer. Cambian las formas, cambian las cifras,
cambian los niveles de seguridad ciudadana, cambia la capacidad de respuesta de
los poderes públicos..
Pero la lesión del derecho está presente
allá donde se mire. Encima y debajo de las
alfombras de nuestros más o
menos impolutos estados de Derecho.
-
Es
la vulneración del derecho de autodeterminación sobre nuestros cuerpos, de
nuestros derechos sexuales y reproductivos.
El aborto no es un derecho fundamental (constitucional), ni irreversible, en
ningún lugar del mundo. O arriesgamos la vida, o arriesgamos la salud, o
arriesgamos la libertad, o nos sometemos a la reprobación legal o moral cuando
tomamos decisiones sobre la maternidad entendida como un elemento inseparable
(casi siempre) de nuestra condición de mujer. Sigue existiendo una concepción tuitiva que nos considera incapaces de tomar una decisión
sobre la voluntad de ser madres de forma autónoma y responsable. Sin tutela,
sin vigilancia. Sin reproches.
-
Es
la vulneración del derecho a la indemnidad sexual. A
decidir con quién, cuándo y cómo mantenemos relaciones sexuales. No somos sujeto de nuestra propia sexualidad,
sino objeto del deseo masculino que se satisface más allá de nuestras
consideraciones al respecto. Por la fuerza o anulando nuestra voluntad. Somos
víctimas de acoso sexual, de violaciones, de agresiones sexuales, de la trata
con fines de explotación sexual. Y en condiciones más extremas, somos privadas
del derecho a disfrutar del placer sexual, atentando contra nuestra integridad
física mediante la mutilación
genital.
-
Es
la vulneración del derecho a participar en los asuntos públicos en condiciones
de igualdad. Siendo la mitad de la población
mundial, no hemos logrado la paridad en el ejercicio del poder público: ni en
el legislativo (salvo excepciones que confirman la regla), ni en el ejecutivo,
ni en el judicial. Y no es una cuestión de darle tiempo al tiempo. ¿Por qué hay que esperar? ¿A qué hay que esperar? Es una
cuestión de que quien ostenta esos poderes y los ejerce de forma mayoritaria no
va a ceder el espacio tan fácilmente. La paridad debería ser, al siglo XXI, lo que fue
al siglo XVIII la regla de un hombre, un voto: la base del funcionamiento
democrático de las sociedades justas. Y no lo es. No estamos, seguimos sin
estar como sería justo,
en el espacio público.
-
Es
la vulneración del derecho al empleo remunerado en iguales condiciones que los
varones. Todas y cada una de las mujeres del mundo
ejercemos trabajos. Pero no todas desempeñamos trabajos remunerados, es decir
empleos, y cuando lo hacemos no cobramos lo mismo, no ocupamos los mismos
puestos, no trabajamos las mismas horas, no tenemos las mismas posibilidades de
progresar. Los varones juegan con las cartas marcadas y es muy difícil ganar la
partida en esas condiciones, unas condiciones que hacen de nosotras,
mayoritariamente, las agentes de los “cuidados”, una dimensión del trabajo humano que no aparece
en las estadísticas, ni en el PIB, ni genera derecho a la seguridad social, ni
a las pensiones, ni a estar protegidas en caso de “desempleo”, porque es un
trabajo pero no un “empleo”.
Estos,
pero no solo estos, son los espacios comunes.
Los lugares en que nos encontramos. Las luchas que nos identifican a
todas. A partir de ahí los contextos si
van a determinar la forma en que se combaten las vulneraciones de los derechos
apuntados.
En
sociedades en que se han alcanzado objetivos básicos de corte legal,
institucional u organizativo, es decir allí donde el movimiento de mujeres (el
feminismo en suma) ha promovido la creación de estructuras administrativas destinadas a garantizar
la igualdad formal y la igualdad material entre hombres y mujeres y ha logrado
llevar a las leyes el reconocimiento normativo de la igualdad de trato y la
prohibición de discriminación, la atención se centra en el desarrollo de
políticas (fiscales, laborales, educativas y sociales) en que está presente la
transversalidad de género. En sociedades sin los objetivos básicos logrados,
las acciones o políticas de igualdad, allí donde existan, abordarán prioritariamente la consecución
de dichos objetivos, es decir, el reconocimiento de la paridad legal y la
prohibición de discriminación, y el desarrollo de estructuras administrativas
que vigilen el cumplimiento de las políticas de igualdad y promuevan el
desarrollo de acciones concretas.
Y
con este escenario (o estos escenarios) ¿Cuál
es el papel que debemos desempeñar las mujeres juristas, cual es nuestro campo
de acción suponiendo que podamos definir tal cosa y suponiendo que
podamos asociar a ese rol algunas características universalmente válidas?
A
mi juicio los ámbitos de actuación deben proyectarse en dos dimensiones: la de
los espacios profesionales –en sentido propio- y la de los espacios públicos en
que nos proyectamos como profesionales.
En
el primer sentido estaríamos hablando de sostener posiciones de defensa de la
igualdad de trato y de la paridad en el reparto del poder y la representación,
en el seno de nuestros colectivos profesionales. O dicho de otro modo, de
conformar una “conciencia feminista corporativa”. Se trata de tomar conciencia
de las desigualdades que existen en el seno del propio colectivo (abogacía, judicatura, fiscalía,
técnicos de la administración, abogacía del Estado, etc), de llevar esas
desigualdades a la discusión pública, evidenciándolas como primer paso para su
erradicación, y de combatirlas. En este ámbito,
se trata, sobre todo, de defender nuestros derechos a la indemnidad
sexual (combatiendo comportamientos de acoso sexual en el marco laboral) y al
ejercicio del cargo público
o de la profesión liberal, en términos
de igualdad real. Y ello supone, a mi juicio, trabajar en dos ejes
fundamentales: la demanda, propuesta y promoción de acciones de conciliación
familiar equilibrada y la exigencia de ocupar esferas de poder y representación
en la estructura profesional. La
conciliación y el reparto del tiempo familiar nos
colocan en una desventaja profesional evidente, y superar esa desventaja pasa
por trabajar en la idea de que los cuidados no son patrimonio natural de género
femenino, desarrollando mecanismos de conciliación que vayan en esa línea. Y en
parte esa desventaja es la que justifica también (de forma a veces implícita y
a veces explícita) nuestra falta de presencia en los puestos de poder de
nuestras estructuras profesionales. Pero solo en parte, porque no es solo una
cuestión de tiempo ocupar los escenarios de toma de decisiones, también es una
cuestión de voluntad (de llegar) y de conciencia de quienes deben dejar espacio
libre para que podamos llegar.
En
el segundo sentido, nuestro campo de acción se abre casi hasta el infinito.
Desde el punto de vista jurídico, tras las reformas legales acometidas en la
VIII legislatura, nuestro ordenamiento en materia de igualdad es un referente a
nivel de Derecho Comparado. No necesitamos buscar ideas en las leyes de otros
países, aunque quizá si en algunas políticas foráneas. Pero, sin embargo, seguimos sin
alcanzar el horizonte de la igualdad real que buscaban esas normas. Así que hay
que identificar los obstáculos que se oponen a su eficacia para combatirlos y,
después, analizar cómo
nuestra actividad como juristas puede ayudar a ello. Y, a mi juicio, los
obstáculos tienen que ver con la violencia estructural, con la desigualdad
derivada de la dedicación a los cuidados, con la falta de paridad en la representación,
y con la falta de un discurso político feminista suficientemente potente y
suficientemente bien estructurado desde el punto de vista jurídico.
-
La violencia (sus consecuencias más
bien) se combaten con el código penal, pero no sólo.
La Ley integral habla de educar, apoyar socialmente, acompañar…y nada de eso ha
sido suficientemente desarrollado. Y puesto que tenemos el soporte legal,
debemos buscar estrategias jurídicas que redunden en la efectividad de la
norma. No ataquemos al sistema de protección de la ley integral por sus flancos
débiles, que los tiene, más bien tratemos de reforzarlos. No reproduzcamos el
argumento falaz de las denuncias falsas. No admitamos que la justicia “de
mujeres” sea una justicia de segunda. Promovamos la accesibilidad de las
mujeres y niñas víctimas de las muchas violencias machistas a la justicia, y
trabajemos porque esa justicia no las victimice de nuevo. Formémonos para detectar e identificar víctimas
de trata, de violencia de género intrafamiliar, de abusos sexuales…no dejemos
que las mujeres víctimas de violencia(s) sean invisibles.
-
Los cuidados no son cosa de mujeres, son responsabilidad de todo el que tiene
un vínculo con otra persona que de él depende. Y esa idea debe estar presente
cuando se trate de asesorar a una mujer en la defensa de sus intereses
individuales en asuntos de familia, o cuando deba tomarse una decisión en
materia de custodia de hijos, por aludir solo a un par de ejemplos.
- La
presencia de juristas en el espacio público y mediático es fundamental, y de
ahí su proyección al espacio político (de la política reglada) es
imprescindible. Nuestros conocimientos son básicos para mejorar nuestra
estructura normativa, pero también
para diseñar y evaluar políticas públicas tendentes a
garantizar la representación de las mujeres y la defensa de nuestros intereses,
que por lo demás son intereses comunes a los integrantes de una sociedad que se
quiere mas justa. Nuestra visión técnica y feminista es necesaria.
- y eso me conduce directamente a la última
idea, pero para mí la principal, la que nos habla de la “reivindicación del feminismo”.
Creer en la igualdad entre hombres y mujeres debería hacer que las mujeres y
los hombres se sintieran feministas, pero no es así. Fracasa la
autoconciencia, el “autoetiquetaje”,
y gana el discurso negativo. El derecho no es neutro. No puede serlo y no debe
serlo. Y no es menos derecho por asumir en su seno un discurso teórico (y jurídico) de corte feminista. Reivindicar
eso, me parece, es fundamental para construir sin complejos una aproximación al
derecho más justa, más
realista, y más humana.
Itziar Gómez Fenández
Profesora Titular de Derecho Constitucional de la
Universidad Carlos III de Madrid
Letrada del Tribunal Constitucional
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